(relato de un diabético)
A pesar de que la diabetes es una seria y debilitadora enfermedad crónica que afecta a millones de personas en todo el mundo, yo he llegado a los cincuenta sin conocer a nadie que la padeciera. Eso cambió de repente una noche de primavera el año pasado cuando conocí a M. en un local de moda de una capital del sur de Europa. Antes de aquella noche yo, como tanta otra gente, tan solo tenía una vaga noción de lo que significaba tener diabetes o de lo que implicaba para las personas que la padecían, pero tenía la impresión de que se trataba de uno de tantos problemas de salud que hace ya tiempo que están bien controlados por la medicina moderna, y por lo tanto prácticamente no le había prestado atención.
Aunque en ese momento lo ignoraba, aquel encuentro con M. iba a cambiar todo eso radicalmente. La diabetes pasaría desde entonces a ser una conocida, si bien angustiosa compañera de nuestra incipiente relación, hasta el punto de que en la actualidad siento que mi amor está íntimamente ligado a la enfermedad, o más bien a la fortaleza y diligencia necesaria para su control, así como también al a veces confuso equilibrio entre resignación y valor, entre enfado y sensación de impotencia, entre tenacidad y abandono, sentimientos que cualquier enfermedad desencadena. Aunque resultaría ingenuo sostener que la diabetes fue en algún modo responsable del romance que tuvo lugar a continuación, de igual manera sería simplista ignorar o descartar la sutil pero palpable influencia que esta afección ejerce sobre la persona, por no decir la personalidad de M. y cómo no, sobre la evolución posterior de nuestra relación. Eso sin contar con mi ambivalente reacción a las necesidades que el cuidado diario de esa condición impone.
Mi encuentro con M. no fue fortuito. Llevábamos varias semanas disfrutando de una intrigante y casi anónima correspondencia escrita, y nuestro encuentro aquella noche fue el primero que mantuvimos cara a cara. Para entonces conocíamos nuestra manera de pensar respecto a infinidad de temas que van desde el amor, la amistad y el sexo, hasta la cultura, la política y la espiritualidad, mucho más de lo que la mayor parte de la gente llega a conocer incluso tras meses de conversación íntima. Paradójicamente, poco sabíamos de los detalles cotidianos de la vida de cada uno.
De modo que desde el principio nuestra amistad se desarrolló en sentido inverso a lo que suele ser la trayectoria habitual de la mayoría de las amistades, que comienzan con el recuento poco a poco de datos esenciales y básicos de la vida del otro para continuar profundizando en el conocimiento sobre la manera de pensar, los miedos y deseos más íntimos del otro.
Recuerdo claramente el momento en que descubrí que M. tenía diabetes: tras unas copas y algo de conversación decidimos ir a cenar a un restaurante cercano, de modo que caminamos, un tanto nerviosos, por las animadas e iluminadas calles del centro histórico de la ciudad. Charlábamos acerca de nuestras vidas recientes, de nuestra situación actual, comentando brevemente los motivos que nos habían empujado a buscarnos el uno al otro. Para cuando hubimos encontrado el restaurante y nos disponíamos a cenar, nuestros temores iniciales se habían disipado y la conversación había llegado a un estado de relativa relajación, si bien para nuestros adentros seguíamos preguntándonos si la pasión contenida de nuestra larga correspondencia escrita se matendría tras el salto hacia ese nuevo y extraño terreno del contacto físico.
Examinamos el menú y el camarero nos tomó nota. Una vez el vino estuvo servido, M. abrió su bolso y extrajo una pequeña bolsa, de la que sacó una jeringa. Le quitó la caperuza, ajustó la dosis y procedió a inyectarse. Todo esto, con la naturalidad de alguien que está muy acostumbrado a hacerlo. Cuando M. descubrió en mi cara mi mal disimulado asombro, inmediatamente me explicó que era diabética. Así transcurrió mi primera exposición a lo que terminaría formando parte de un repertorio familiar de rituales diarios. En ese momento, y tras la sorpresa inicial, rápidamente registré el detalle y casi tan rápidamente como lo registré lo olvidé. Parecía un gesto sencillo, tan sencillo como una inyección aparentemente indolora. Daba la sensación de que era algo que no requería mucha atención, era como si estuviera sometida a un tratamiento que aunque continuado, no resultaba muy importante o serio.
Y hasta cierto punto, desde fuera parecería que es así. Pero solo desde fuera.
El siguiente contacto que recuerdo con esta dolencia (ese término impersonal, como tantos referidos a enfermedades, pronto adquiriría un carácter más íntimo que reclamaría un apodo más personal: la dolencia de M., la enfermedad de M.) tuvo lugar pocos días después de nuestra primera cita, durante una pequeña fiesta que di con motivo de mi cumpleaños. En ella había bastante alcohol y comida apetitosa, cosas ambas que debieron hacer a M. caer en la tentación, ya que alrededor de media noche desapareció. La encontré momentos después tendida sobre mi cama con los ojos cerrados, pálida y respirando irregularmente. En la medida que pudo me explicó que estaba sufriendo una hipoglucemia, probablemente a causa del consumo excesivo de alcohol. De repente el pánico se apoderó de mí y de golpe también comprendí la seriedad del problema al que M. se enfrentaba, la vulnerabilidad y el riesgo al que estaba sujeta. Hice lo que pude en ese momento, lo cual por supuesto no era mucho, y a medida que se iba recuperando me di cuenta de que iba a tener que empezar a formular preguntas y a aprender tanto como pudiera acerca de la diabetes.
También entonces fui consciente de que su estado de salud constituiría una parte ineludible de cualquiera que fuera la relación que mantuviéramos más allá de lo superficial. Si ciertamente nos proponíamos compartir nuestras vidas, la diabetes ya no podría permanecer el resto de su vida como solamente 'su' enfermedad. Ahora yo necesitaba intentar ver el mundo con los ojos de alguien como ella y como otros en su misma situación, esto es, desde la perspectiva de quien sufre una discapacidad. Una discapacidad con una lógica propia, que puede aliviarse hasta cierta medida a través del ejercicio de una conciencia extremadamente racional respecto al propio cuerpo, con una vigilancia constante de su estado físico en todo momento.
Muchos de los rituales diarios que cualquier persona sin diabetes ni se para a pensar, o que lleva a cabo de manera automática o con un mínimo de atención, son actividades que requieren una reflexión muy cuidadosa por parte de aquellos que sufren diabetes. Muy especialmente en lo que concierne a la dieta. Me refiero a que las personas con diabetes deben continuamente tomar decisiones sobre actividades que aun siendo de lo más básico, son aquellas de las que depende su propia vida. La entrega que deben mostrar para llevar a cabo esta tarea interminable es total, ya que los riesgos que corren son muy graves. Para cualquier actividad que emprenden, deben vigilar con frecuencia los niveles de glucosa en la sangre y actuar en consecuencia. Obviamente la sola posibilidad de llevar a cabo estos controles, el hecho de que dispongan de la tecnología que permite esta vigilancia de los índices de glucosa y la auto administración de la insulina es un privilegio reciente (la insulina fue sintetizada por primera vez y utilizada como tratamiento de la diabetes a principios de 1920), es algo de lo que todos los diabéticos deberían ser conscientes y por lo que deberían estar agradecidos.
Esta necesidad de mantener la atención, esta constante alerta respecto al estado del cuerpo, estos continuos ajustes en la dieta, esta permanente percepción y sensibilidad respecto al estado físico de su cuerpo no pueden por más que influir en el carácter. Cada vez que una persona con diabetes se mide el nivel de glucosa en sangre, en el fondo está tomando una decisión existencial sobre su deseo de vivir, sobre su resolución de retar a una enfermedad. La persona con diabetes debe desarrollar y favorecer aquellas facetas de su personalidad que puede que tan solo existan en potencia, facetas que para los que no tienen diabetes pueden permanecer latentes, pero que ellos deben activar para no morir. No se trata del tipo de tarea que puede empezarse y continuar hasta que se ha completado, para después descansar con la sensación de satisfacción que proporciona el haber completado una tarea difícil con éxito: esta particular tarea nunca está completa. Cualquier sentimiento de agotamiento, frustración, aburrimiento, angustia o resistencia deben dejarse a un lado, al menos hasta que hayan tomado la decisión de medirse, comer o inyectarse, según sea el caso, y hayan ejecutado la tarea correspondiente. Se trata de una constante presión interna que provoca exigencias emocionales que ni siquiera una persona en íntima relación con la persona diabética puede imaginar ni de lejos. Cuando al resto se nos permite relajarnos, ellos deben permanecer atentos.
Desde antaño se pensaba que las enfermedades graves conferían a los que las padecían un elevado sentido de espiritualidad. Enfermedades tales como la tuberculosis o la epilepsia se asociaban históricamente a una elevada sensibilidad mental, especialmente durante el siglo 19, cuando se pensaba que esas dolencias eran en parte responsables del genio de artistas como Chopin, Keats, Lord Byron, las hermanas Brontë, Dostoyevsky, Van Gogh, Nietzsche o Kafka, cada uno de los cuales eran víctimas de una o de la otra. Asimismo ciertas experiencias religiosas extremas han sido relacionadas con la enfermedad, en concreto las de San Pablo y Santa Teresa a los que presuntamente se les atribuía epilepsia. Esa conexión entre padecer cierta enfermedad y poseer un elevado sentido de la vida y de la muerte ha sido estudiado a fondo por el escritor alemán Thomas Mann en su genial novela "La Montaña Mágica" en la que habla del desarrollo moral y espiritual de un joven durante los siete años que trató su tuberculosis en un sanatorio en las montañas de los Alpes suizos.
La diabetes comparte con la tuberculosis y la epilepsia esa cualidad de enfermedad crónica. Es decir, actúa como un constante e íntimo recordatorio de nuestra mortalidad, de la increíble fragilidad de la estructura física que nos permite vivir, que nos permite seguir viviendo contra cualquier eventualidad. Ese tener siempre presente la ineludible fragilidad interna es diferente a cualquier otra clase de conocimiento o certeza. Esa conciencia representa un orden de vulnerabilidad enteramente diferente a aquellos peligros que nos acechan a los demás, pero presumiblemente más allá de los límites de nuestros cuerpos.
El sentimiento de aislamiento que esta experiencia debe imponer sobre la persona diabética, aunque tanto la sociedad como el propio paciente lo pasen por alto, quizá sea algo que no está siempre presente, pero tampoco desaparece por mucho tiempo. Incluso el amor es incapaz de liberarles de su angustia, sin embargo probablemente goza de un poder especial para mitigarla.
A pesar de que todavía no comprendo del todo los detalles de la enfermedad ni el modo en que afectan a M en el día a día, y puede que nunca llegue a comprenderlos, he aprendido a reconocer algunos de sus efectos y me he acostumbrado a ayudarle a esquivar la distracción que algunos rituales y esfuerzos amorosos muy a menudo ocasionan, recordando a M frecuentemente, por ejemplo cuando es hora de medir sus niveles de glucosa en sangre.
El sexo era otra faceta que reservaba sorpresas para mí. Todavía recuerdo la primera vez que, mientras hacíamos el amor M. de repente paró y dijo: "tengo que comer, ahora". Pensé que estaba de broma. Pronto me acostumbré a esas sorprendentes, si bien breves interrupciones. Incluso ella estaba sorprendida de lo mucho que nuestra actividad sexual influía en sus niveles de glucosa, la cual con frecuencia la dejaba agotada y con la necesidad de una ingestión inmediata de hidratos de carbono. En cuanto a mí, descubrí que el sabor y el aroma que desprendía su piel, su saliva cuando nos besábamos, su sudor y otros humores sexuales eran excepcionalmente dulces, cosa que me excitaba de un modo que nunca antes había experimentado.
Mucho después me enteré de que un arqueólogo alemán, Georg Ebers, en 1872 descubrió que en un papiro del antiguo Egipto fechado en 1550 a.c. se describía un tratamiento para la "micción excesiva", mención que es considerada la primera referencia histórica de la diabetes. También leí que en la antigüedad los doctores hindúes fueron los primeros en darse cuenta de que las moscas y las hormigas se sentían atraídas por la orina dulce de los pacientes con esta enfermedad, por lo que le dieron el término de "orina de miel". Fue el médico inglés William Cullen quien en 1769 añadió el término 'mellitus' - miel en latín- al nombre de diabetes. Siete años más tarde, su colega Matthew Dobson comprobó que la sangre y la orina de las personas con diabetes contenía altos niveles de azúcar.
La diabetes, al igual que todas las enfermedades graves, convierte las más destacadas cuestiones filosóficas en preocupaciones de carácter íntimo. Mientras que la mayoría de nosotros funcionamos a niveles de vitalidad distintos según sea nuestro estado de ánimo, nuestras circunstancias, nuestro estado psicológico, y que varía según estemos contentos, deprimidos, tristes o angustiados, las personas con diabetes no pueden permitirse el lujo de ignorar o suspender las actividades más básicas ni siquiera por períodos de tiempo muy cortos. Deben comer regularmente, incluso cuando están deprimidos o simplemente inapetentes. No pueden permitir que ni la tristeza ni la alegría les distraiga de la dura realidad de padecer su enfermedad. A menudo, cuando tienen un episodio de hipoglucemia no son capaces de pensar con claridad porque su cerebro no dispone de glucosa suficiente para funcionar con normalidad. En medio de esa confusión mental muchas veces no se dan cuenta de lo que está sucediendo y no saben qué medidas tienen que tomar para salir adelante y sobrevivir.
Una extraña y en cierto modo inquietante consecuencia de esta vulnerabilidad, de este limitado pero real control que los diabéticos ejercen sobre sus funciones vitales, es que tienen al alcance de su mano, tan cerca como la jeringa en su bolsillo, los medios para poner fin para siempre a su relativo sufrimiento. Sé que M. es consciente de este hecho e imagino que también ha pasado por la mente de muchos otros diabéticos en más de una ocasión.
El amor es siempre una aventura, y en su sentido más profundo es el viaje y al mismo tiempo el destino. La diabetes, como tantas otras dolencias, no es estática sino dinámica; cambia y evoluciona tanto a nivel personal, dependiendo de las circunstancias particulares de aquellos que la padecen - donde viven, qué edad tienen, de qué medios disponen para su tratamiento - como a nivel histórico, a medida que se avanza en el descubrimiento de sus mecanismos y métodos de tratamiento. Parecería que nos encontramos a las puertas de grandes avances en ese sentido, tanto para comprender los orígenes genéticos de la enfermedad como para descubrir nuevos tratamientos. Mientras tanto, para aquellos de nosotros que sólo torpemente y en cierto modo ignorantes, acompañamos a quienes sufren la enfermedad, el amor tiene que guiar tanto nuestra comprensión como su coraje.
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